Tenía diez años y un gato peludo, funámbulo y necio, que me esperaba en los alambres del patio a la vuelta del colegio. Tenía un balcón con albahaca y un ejército de botones y un tren con vagones de lata roto entre dos estaciones. Tenía un cielo azul y un jardín de adoquines y una historia a quemar temblándome en la piel. Era un bello jinete sobre mi patinete, burlando cada esquina como una golondrina, sin nada que olvidar porque ayer aprendí a volar, perdiendo el tiempo de cara al mar. Tenía una casa sombría, que madre vistió de ternura, y una almohada que hablaba y sabía de mi ambición de ser cura. Tenía un canario amarillo que sólo trinaba su pena oyendo algún viejo organillo o mi radio de galena. Y en julio, en Aragón, tenía un pueblecillo, una acequia, un establo y unas ruinas al sol. Al viento los ombligos, volaban cuatro amigos, picados de viruela y huérfanos de escuela, robando uva y maíz, chupando caña y regaliz. Creo que entonces yo era feliz. Tenía cuatro sacramentos y un ángel de la guarda amigo y un «Paris-Hollywood» prestado y mugriento escondido entre mis libros. Tenía una novia morena, que abrió a la luna mis sentidos jugando los juegos prohibidos a la sombra de una higuera. Crucé por la niñez imitando a mi hermano. Descerrajando el viento y apedreando al sol. Mi madre crió canas pespunteando pijamas, mi padre se hizo viejo sin mirarse al espejo, y mi hermano se fue de casa, por primera vez. Y ¿dónde, dónde fue mi niñez?